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El olor

El otro día, tomando un café con un amigo que acaba de jubilarse después de 35 años en la misma empresa, un hombre con el escaso don de analizar las cosas de manera serena, decía que nunca antes había visto a los jóvenes trabajar en unas condiciones laborales tan deplorables y sometidos a tan humillante arbitrariedad y ausencia de derechos. Y añadió un escueto comentario. Dijo: incluso en los tiempos de la esclavitud se trabajaba por la comida y la cama. Me hizo pensar. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué mierda de mundo se está creando? Me disculpo, a veces pienso que hemos perdido algo esencial. Pero ya no sé bien qué era. Algo elemental a lo que ni siquiera dábamos demasiada importancia. Quizá porque no sabíamos que podíamos perderlo. Puede que tuviera que ver con el modo en que se relacionaba cada generación con la siguiente. Puede que se llamara consideración. O continuidad. Puede que se llamara sencillamente dignidad. Era algo así: un conjunto de mínimos. Era la médula espinal que sostenía una idea elevada del ser humano. Durante algunos siglos lo fue. Ahora todo parece indicar que el mundo que vamos a dejarles a los que vienen detrás es más cruel e injusto. Miro a los gobernantes, miro a los grandes líderes del mundo, miro sus caras, su inquietante gestualidad, y cada vez estoy más convencido de que no saben lo que hacen. Y de que toman decisiones a ciegas impelidos y constantemente acuciados por cifras y datos fantasmagóricos y terribles, como surgidos azarosamente desde el submundo de lo ominoso. Los veo acatando oscuras consignas e intentando justificarse. Y lo que es peor: los veo derrotados, deseando el relevo y dispuestos a entregar el gobierno de la nave a los nuevos Donaldtrumps del futuro, que ya están ahí. Quizá solo me esté haciendo viejo pero no me gusta el olor de todo esto.