De entrada, siempre he sido partidario de los referéndums. Sobre todo de los referéndums legales, claros y vinculantes (no tanto de los meramente consultivos y especulativos en los que las diversas y soterradas intenciones fornican entre ellas y paren monstruos). En teoría, un referéndum vinculante es democracia directa en estado puro. Y por eso los políticos los temen. Los políticos tienen sus planes (siempre los tienen) y no les gusta nada que la plebe los entienda mal y los mande al traste. Porque lo que pasa con un referéndum es que tienes que acatarlo te guste o no. En Colombia, la participación no llegó al 40%. El mismo domingo, se celebró otro referéndum en Hungría con una pregunta trampa (¿Quiere que la UE pueda tomar decisiones, sin el consentimiento del Parlamento, acerca del asentamiento obligatorio de ciudadanos no húngaros en Hungría?). El no ganó con el 98,3% de los votos, como cabía esperar, pero el referéndum no tendrá validez porque la participación no alcanzó el 50% pactado de antemano. Colombia se la jugó sin la red de la participación mínima y el no al acuerdo de paz con las FARC ganó por apenas cuatro décimas. El detalle de la participación mínima es crucial, por supuesto. Pero aparte de eso, los referéndums son artefactos imprevisibles y nadie puede pretender tenerlos controlados por muchas encuestas y estudios previos que se hagan. Mira el brexit: al día siguiente muchos de los que votaron la salida confesaron no saber lo que estaban haciendo y se manifestaban arrepentidos y desolados. Ante todo, en un referéndum, la gente tiene que tener claras las consecuencias. La pregunta tiene que ser honesta y clara. Y la participación tiene que ser importante y debe pactarse. Habría que intentar convencer al Gobierno de España para organizar un referéndum legal y vinculante sobre el PolígoNO de las Bardenas. Insistir un poco en el tema. Aunque solo sea para molestar.
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