recientemente me ha impresionado el caso de un hombre de mi edad (para bien o para mal, uno nunca deja de mirarse en el destino de su generación) que acaba de quedarse hemipléjico por un ictus. Un tipo de estos a los que la empresa les regala un smartphone de última generación para poder llamarles a cualquier hora del día todos los días. Sospecho que él sabía que le exprimían en exceso y sospecho que había optado por no decir nada. En fin. Recuerdo que allá por la década de los optimistas años sesenta, los científicos e historiadores de entonces vaticinaban que hacia 2015 las máquinas inteligentes harían prácticamente todo el trabajo y que nuestras jornadas laborales se reducirían a unas apacibles 28 horas semanales repartidas de lunes a jueves. La predicción es la tentación del científico. Y a menudo su perdición. Una vez le pidieron a Niels Bohr, un viejo Premio Nobel de Física, que se animara a hacer algunas predicciones y contestó: “De eso nada, la predicción es muy difícil y en especial la del futuro”. Ahora hablan de que los robots que se utilizan en las fábricas podrían en un futuro próximo ser considerados como “personas electrónicas” con el propósito de que paguen impuestos y coticen a la seguridad social. En Europa llevan un tiempo hablando de esto porque ven que las pensiones corren serio peligro. Yo, lo que veo, es que las últimas generaciones estamos perdiendo la sensación de llevar las riendas de nuestras vidas. Y que sentimos, de una manera cada vez más determinante y angustiosa, que las fuerzas que gobiernan nuestra suerte no dependen de nosotros mismos. Que dependen de factores sociales y económicos manejados por instituciones lejanas, cuyos intereses no es que no tengan nada que ver con nosotros, sino que más bien son precisamente contrarios a los nuestros. Pero no me hagáis mucho caso (esta columna la he escrito en el sótano).
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