Con pena he leído que el nuevo ministro de Energía y Turismo Álvaro Nadal, a quien describen como hombre animoso y bien formado para el menester, le han pillado inflando su currículum, dando a entender de manera algo borrosa (como sugiriendo sin decirlo del todo) que posee un doctorado por Harvard del que al parecer por desgracia carece. ¡Qué incómoda tesitura y qué a destiempo para un caballero de tanto mérito! Como dijo tras amarga reflexión, el cínico Bión de Borístenes: “El tiempo sacará a la luz lo que ocultas y lo hará cuando más te duela”. Y así es: sales a la palestra, todos te felicitan y aplauden, tu familia se endominga orgullosa y emocionada y de repente: ¡zas!, el churrete que afea. El que todos ven aunque aparten la mirada y cierren el pico. Hay dolor ahí (o cuando menos acidez de estómago). Él alegará que todo ha sido un lamentable malentendido y punto. No va a pasar mucho más. Nadie quiere hacerle verdadero daño, solo darle un toque. No creo ni que se ruborice. Lo melancólico del asunto es que viene a ser uno más en la procelosa tradición de los políticos españoles con tendencia al autoembellecimiento y al photoshop curricular. ¡Vanidad de vanidades, todo vanidad! Y uno se pregunta: ¿por qué alguien así necesita hacer semejante cutrez? Pero la respuesta, me temo, es más bien enternecedora: pues para que le quieran, claro. Como todos. Para que le miren con admiración, le palmeen la espalda y le digan cosas bonitas. Y le pongan muchos likes y muchos emoticonos cariñosos. Es necesidad de cariño, más que nada, amigos y vecinos, seamos benévolos. Por fortuna, la necesidad de cariño no mueve el mundo porque si fuera así el planeta habría salido disparado y habríamos abandonado el sistema solar hace tiempo.