Primo Levi odiaba que, en sus visitas a las aulas, algunos alumnos compararan el colegio con un campo de concentración. Más allá de la pobre hipérbole, más acá de la raída metáfora, le indignaba el chalaneo con un término innegociable, definitivo y preciso. El campo de concentración es el campo de concentración. Y jamás lo será la casa de Gran Hermano ni el vestuario de la SD Ponferradina. El sefardí piamontés y superviviente de Auschwitz no estaba ya entre nosotros cuando alguien nombró holocausto apícola a una enfermedad campestre. De algo se libró.
Yo entiendo poco de leyes y algo más de castellano, pero no necesito el Código Penal ni el diccionario de la RAE para saber qué es terrorismo. Tampoco me hace falta el adjetivo brutal para engordar una paliza, pues cualquier paliza es un ejemplo de brutalidad. Lo que sí sé con certeza es que cuando Os Resentidos cantaba Vosoutros dentistas sóde-los terroristas no estaba pidiendo quince años de cárcel para el gremio de los odontólogos. Y esto es, exactamente, lo que infinitos políticos y periodistas exigen para los de Alsasua.
Dicen que cualquier otra denominación y castigo menor es un insulto para las víctimas. Yo sin embargo creo que considerar terrorismo a aquella salvajada es rebajar la excepcionalidad de casi novecientos asesinados, ochenta secuestrados y miles de amenazados. Es incluso difuminar la naturaleza muy concreta de los verdaderos terroristas. Cuando todo es terrorismo nada acaba siéndolo. Claro que poca esperanza nos queda en la justicia y el lenguaje. Si alguien ya habló del genocidio merengue, hoy sobra lamentar el apartheid de Chenoa.