Este verano vi una película de Ulrich Seidl titulada En el sótano: un documental de 2014 en el que se trata de describir la relación que los austriacos mantienen con sus sótanos caseros (y de todo lo que ocultan en ellos). Un sótano es eso: el sitio en el que metes lo que no sabes dónde poner o el sitio en el que dejas lo que no quieres que pueda ver cualquiera. En una de las historias que se cuentan se ve a un grupo de nostálgicos del nazismo que se reúnen habitualmente para beber cerveza y comer salchichas entre retratos de Hitler, esvásticas, banderas, fotos antiguas y todo tipo de reliquias cutres. El documental está hecho por austriacos y pretende ser una metáfora del nazismo latente en la sociedad austriaca. Pero lo es también del nazismo latente en toda Europa. Europa siempre mira con lupa a Austria porque se le supone un cierto pedrigrí en todo lo que tiene que ver con el auge de la extrema derecha y los movimientos xenófobos. Pero lo cierto es que tanto en Austria, como en Dinamarca, como en Holanda, como en Finlandia, como en Francia, como en Alemania e incluso en Grecia e Italia se percibe desde hace ya cierto tiempo un continuo avance de la extrema derecha, el euroescepticismo y los partidos y organizaciones anti-inmigración con mayor o menor dosis de violencia racista. Aparte del efecto contagio, los factores que propician y favorecen este fenómeno son claros: la incertidumbre económica, el terrorismo islámico, el fracaso de los procesos de convergencia europea y la inmigración imparable. Hasta ahora, Europa siempre ha tenido sensores sociales de alarma para reaccionar de forma masiva y democrática ante cualquier signo del resurgimiento de este tipo de radicalismo político. Pero todo evoluciona. Las circunstancias nunca se repiten con exactitud. Y lo que una vez bastó puede no bastar mañana. Y últimamente, el mundo no huele muy bien, que digamos, ¿no?
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