Cierto sector ideológico anda afirmando que san Francisco Javier no sabía euskara, y lo hace con una pasión que excede el ámbito de la lingüística. No imagino yo a un filólogo así de feliz al oír un refrán mozárabe de labios de un rapero. Y menos lo veo imitando el gesto del Rockefeller, “¡toma, moreno!”, dirigido al prójimo como si ese descubrimiento fuera un golazo por la escuadra. A un diputado le ha faltado hacer un calvo al Gobierno foral tras el orgasmo idiomático. Otro ha amorcillado la erección para limitarse a señalar que quizás aquel andarín no hablara vascuence. Sin embargo, tal ha sido su tono socarrón que estoy por pedir a la Academia que acepte quizás como sinónimo de ojalá.
A eso hemos llegado. A que parte de la sociedad prefiera a un patrón medieval que desconozca una de las lenguas del país a uno que conozca las dos. A que parte de la clase política se alegre, cinco siglos después, de que el popular santo fuera incapaz de expresarse en el idioma de muchísimos de sus paisanos. A que incluso parte de la intelectualidad local se muestre encantada de reescribir la historia y dar por buena, y por excelente, la noticia de esta postrera mutilación. ¡Os jodéis, el tío no sabía vasco!
Yo en cambio creo que quien me dio el nombre sí lo sabía. Pero como no estaba allí para constatarlo y además tengo que ir al súper me siento inhabilitado para un debate que debería ser sólo científico, asunto de expertos y no de forofos. Dicho lo dicho, qué gente tan extraña esa para la cual menos es más y la mitad mola. Qué fanatismo tan estéril ese que empuja a aplaudir el desconocimiento. El de un señor muerto en 1552 y me temo que hasta el propio.