Tarde de tele
hay un argumento escuchado repetidamente a cuenta de la corrupción. Dice que a ver qué habríamos hecho las personas críticas con la situación de haber estado en el meollo. Que seguramente nos habríamos pringado. Que lo que pasa es que no hemos podido. Esta teoría de la inexorabilidad es un freno a cualquier intento de mejora. Parece tener claro que el ser humano es un asco y solo le libra de hacerlo mal no poder hacerlo. No me lo creo. Hay muchos seres humanos comprometidos con hacer las cosas bien. También creo que la mayor parte de ellos no tiene capacidad de decisión en la televisión pública. Una pena. Perdonen el salto mortal, es que he pasado una tarde contemplándola, la uno. Otra pena. De dos y media a tres tuve un subidón de azúcar viendo cómo nacen, crecen y se reproducen los y las famosas (cuánto lametón y cuánta coba, cuánta mente en blanco, cuánta mentirijilla, corazones). De tres hasta el infinito y mucho más el telediario fue El Caso (¿por qué las presentadoras, salvo la ínclita Ana Blanco van como de boda para poner voz a tanta tragedia?) y luego todo el tiempo del mundo, que es, junto al espacio dedicado a la lotería, contrainformación sin más. Después, un ejemplo de que para hacer una serie de ambientación histórica basta con desordenar los elementos de la frase, mezclar al hablar lo más acartonado de lo viejo con lo peor de lo nuevo e insertar malamente discursos actuales convenientemente banalizados. Juro que vi un vaso de duralex en armoniosa compañía de corpiños y limosneras. La tercera pena es que no me queda sitio para hablar de Cárdenas y su troupe. En fin, que tiemble la BBC.