El martes quiso la fortuna que, justo cuando andaba por la calle de Alcalá, sin la falda almidoná, ocho paisanos se encadenaran al edificio de Instituciones Penitenciarias, exhibieran la bandera con el mapa de mi tierra y se pusieran a gritar lemas en favor de los presos. Su portavoz explicó que allí, “en el corazón de la bestia”, exigían un proceso democrático para este pueblo. En el largo tiempo que estuve de testigo -quizás después alguien dijera algo-, salvo una señora que musitó “asesinos” ni un solo peatón se interesó por la impactante protesta. Ni los policías se alteraron. La gente pasaba de largo en sus dos significados.

En la misma capital, y el mismo día, leí que la segunda película española menos taquillera en 2016 ha sido Contra la impunidad, de Iñaki Arteta. Estrenada en octubre, han hecho cola para verla seis espectadores -tal vez esta semana haya habido más-, con una recaudación de 29 euros. He escrito en varias ocasiones que la obra completa del baracaldés debería ser mostrada en la televisión pública, centros escolares y casas de cultura, pero ni quienes opinan como yo parecen dispuestos a gastar el dinero de medio cubata para entristecerse. La empatía les viene de fábrica.

Y es que, bestia o bella, España oye hablar de lo nuestro, sea lo que sea lo nuestro, y no palpita: bosteza. Ni los derechos de los verdugos, ni los de las víctimas, eso que llamamos Madrid bastante tiene con lo suyo. Al problema vasco le va sobrando el sustantivo y el gentilicio pierde el neón de antaño. Es falso que el nacionalismo se cure viajando, pues hasta los astronautas llevan su bandera. Lo que se cura es el ego. O sea, no es que no datemos, es que no importamos.