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Odio

La semana pasada, el Supremo condenó a un año de cárcel a un cantante de rap español por unos tuits que según la sentencia hacen apología del terrorismo y alimentan el discurso del odio. Hace unos pocos meses, sin embargo, la Audiencia Nacional absolvió a un exmilitar español que comercializaba camisetas con el emblema de ISIS y Al Qaeda porque, según la sentencia, no se apreciaba discurso del odio ni nada. Me estoy acordando también de los tuits de humor negro de Guillermo Zapata (a ese tipo lo machacaron con saña por bien poco) y de la movida que les montaron a unos titiriteros. Yo pediría a los iluminados y a cualquier justiciero autoproclamado que me definiera claramente ese término: “Discurso del odio”. Y que me dijera quién decide cuales son los límites de la apología del terrorismo. Y no vale decir: “El juez de turno”. Eso tiene que estar bien delimitado. No digo que deba eliminarse en todos los supuestos (porque habrá casos flagrantes y extremos), pero cuidado con banalizar el concepto. Porque si nos ponemos a analizar con lupa lo que podemos llegar a decir en clave más o menos seria o jocosa aquí vamos todos al maco empezando por los más justicieros y siguiendo por algunos ministros y políticos. La libertad de expresión es uno de los mayores logros de la civilización y tengo la sospecha de que se la está acosando deliberadamente desde hace tiempo. En el mundo hay 3.000 millones de internautas cada uno con sus facultades mentales más o menos perturbadas por el mero hecho de vivir en esta época, pero a la vez todos candorosamente satisfechos con su ingenio. ¿Cómo evitar que hagan chistes pésimos o pongan comentarios y frases desagradables? Cualquier definición de “Discurso del odio” podría condenar a miles y miles. Si nos ponemos puretas, habría que acondicionar polideportivos y aeropuertos inutilizados para encerrar a los que discursean con el odio.