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El chiste malo

Quien se empeña en encarcelar al prójimo por un tuit vomitivo o un chiste ofensivo no solo pone en peligro la libertad de expresión para vomitar u ofender: también limita, y mucho, la que tenemos para opinar sobre el vómito y la ofensa. Siendo tan grave el hecho de que por un comentario de pésimo gusto uno pueda acabar entre rejas, nos sentimos obligados a defender al comentarista y ni entramos a juzgar el improperio. Es un daño colateral de la censura.

A Theo van Gogh, el cineasta holandés, hoy se le recuerda porque fue asesinado. Un islamista de origen marroquí le pegó nueve tiros, lo apuñaló varias veces, lo degolló y sobre el cadáver dejó una carta firmada “en nombre de Alá”. Ante eso, claro, urge cabrearse. Pero quizás una década más tarde convenga preguntar si socialmente era sano ofrecer infinitas tribunas a aquel deslenguado. Alguien que, por ejemplo, arremetió contra el escritor Leon de Winter afirmando que su sensiblería era la de “los judíos diabéticos gaseados que despedían olor a caramelo” y que satisfacía a su mujer, también judía, enrollándose alambre de espino en la polla y gritando ¡Auschwitz! Leon de Winter, ya que estamos, a menudo ejerce de bocachancla.

Yo supongo, o espero, que habrá un término medio entre la posibilidad legal de decir casi todo y la posibilidad moral de hacerlo. Y prefiero que, antes de que un fiscal meta su linterna en boca ajena, sea la gente común la que rechace el horror tuiteado. Quien publica una gracia sobre las piernas de Irene Villa -en caso de duda, sustitúyalas por los dientes de Lasa y Zabala- no merece estar en prisión. Pero quizás sí merezca una repulsa general bastante más rotunda.