La desconcertante sensación de haberse convertido uno, de repente, en un extraño. Esto ocurre a veces. Quedarse un día paralizado ante el espejo, con el cepillo de dientes en la mano y pensar: ¿Qué es esto? ¿Qué he hecho? ¿Qué demonios ha ocurrido aquí? ¿De dónde ha salido toda esta mierda? Pero la vida te lleva, ¿no? Yo siempre he tenido la sensación (entre vertiginosa y no del todo desagradable) de no controlar mi vida y estar siempre a merced de fuerzas procelosas y ajenas. Quizá por eso me gusta la palabra deriva. En mi diccionario personal, deriva se define como “abatimiento del rumbo”. ¿Y acaso no es en el fondo eso la vida, un abatimiento del rumbo? En la sobremesa del domingo, estábamos tratando de analizar cabalmente el mundo (y también el rumbo, claro) con una copa en la mano: las elecciones francesas, la inquietante personalidad de ese ambicioso Macron y todo lo demás: lo que pasa en Europa, la contracción nacionalista, el brexit, el terrorismo islámico, China, Trump y las redes sociales. El vino está rico y te animas a beber una copa más (o dos) y entonces lo ves todo claro. Pero cuando intentas explicarlo lo más sencillamente posible, nadie te entiende. ¿Qué ha pasado aquí? Ni siquiera las palabras que he utilizado y me han servido toda la vida significan ya lo mismo que significaban hace apenas diez años. Y no es que no me guste el mundo actual. De hecho, no me gusta nada pero eso no tiene ninguna importancia: nunca me ha gustado (en ese sentido no hay problema). Además, el mundo no está ahí para gustarte: eso también lo he sabido siempre. Lo que digo es que ni siquiera yo soy el que creía que era. Y probablemente hasta ni siquiera pienso lo que creo que pienso. ¿Tú nunca desconfías de lo que piensas? A mí me pasa cada vez más a menudo, te lo digo en serio. Hacerse viejo es de risa. No me va a quedar otro remedio que ponerme a escribir novela cómica.