ayuno en un restaurante japonés con el bufé vedado al comensal sin compañía. Padezco gastrodiscos de acceso imposible si uno va consigo mismo. Abandono una terraza donde el camarero me avisa: “Lo siento, no servimos más que a familias, cuadrillas y parejas”. Recuerdo el consejo de Manuel Fraga a Mariano Rajoy hace tres décadas, y lo que el barbado cumplió: “Joven, adelgace, cásese y aprenda gallego”. Estar solo es no tener quien te quite los puntos negros de la espalda. Es descubrir que en teatros como el West End londinense la venta por internet falla al intentar reservar una única entrada. El espectador solo crea un hueco al lado.

La unicidad se paga, y no hablo de Hacienda, que ahí también. Y si hoy rompo la primera regla del oficio (no cuentes tus rollos) y de paso la segunda (no te justifiques), lo hago por puro pataleo. Porque nací en un país gregario donde la soledad elegida está mal vista, un pueblo tan politizado, que a la individualidad le llama egoísmo y al ir por libre pasotismo, cuando no traición. Aquí no hay que explicar por qué uno se casa, sino por qué no se casa, ya sea con el prójimo o con una idea. Incluso hay que justificar por qué no se desfila tras una bandera oficial una tarde de siesta y helado.

La prueba de una vida no es el manido “pienso, luego existo”, sino el hecho de que alguien piense en ti, que existas para el resto. Así que todavía sigo vivo y muy feliz, aunque para ciertos negocios privados y públicos sea un hombre invisible, seamos miles de personas transparentes. Y es que la soledad no es solamente un problema del solo: es un incordio para la caja y para la patria, tan a menudo ennoviadas. Solo quería decir eso.