Por la mañana, subiendo de Villava (poco antes del amanecer), iba yo preguntándome con propensión filosófica y cierta melancolía otoñal acerca de los jueces. Sí, los jueces. Su importancia geográfica. ¿Son verdad los jueces? Historia de los jueces. Los jueces en la antigüedad. Los jueces de los americanos. ¿Cómo hay que tocar a los jueces? El ruido de los jueces. Los jueces más famosos. Un kilo de jueces ¿Hay un juez o hay muchos jueces? Y en fin, todas esa delicadas cuestiones, ya sabéis. Todos queremos creer en la justicia porque todos necesitamos confiar en ella en algún momento. Y porque hay algo que todos hemos sufrido alguna vez: ser víctimas de una injusticia más o menos deliberada; algo muy difícil de asimilar (y prácticamente imposible de olvidar). Pero una cosa es la justicia (que es necesaria, claro), y otra cosa son los jueces (que son contingentes, es decir: eventuales, circunstanciales, inciertos). Y a ese respecto, no deja de ser por lo menos inquietante observar (y lo cierto es que lo observamos con relativa frecuencia), cómo una ley, en manos de jueces distintos, da lugar a distintas interpretaciones. Al parecer, no hay ley en cuyos márgenes no apetezca meter los pies y chapotear un poco. Eso, sin contar con el raro placer que debe suponer dictar sentencia. Rajoy siempre se agazapa tras el burladero de la independencia judicial. Se remite constantemente a ella como si por el mero hecho de invocarla fuera a conseguir que se materializara ante nuestros ojos con un halo de esplendor. Pero según el último informe del Foro Mundial sobre la independencia judicial (publicado en septiembre), España ocupa el puesto 58 del ranking, por debajo de países como Bostwana, Azerbaiyán, Jamaica, Kenia, Trinidad y Tobago o Arabia Saudí. ¿Independencia judicial? No basta con invocarla para que se haga realidad. Como decía un viejo chiste de El Roto: “La justicia es igual para todos; las sentencias, no”.