Yo lo de Ana Beltrán (PP) creía que era puro histrionismo. Como cuando exigía a Barcina que nadie que hablara “vascuence tuviera ninguna ventaja” para acceder a la administración foral, algo que de lo que UPN ya llevaba lustros encargándose. Sus salidas sonaban a sobreactuación en busca de titular, a ganas de dar la nota para que el mundo se enterase de su existencia. La falta de temor de esta mujer a convertirse en una caricatura me ha acabado persuadiendo de que lo suyo no es pose. El Parlamento Foral y Euskaltzaindia (Real Acadenia de la Lengua Vasca) suscribieron un convenio para establecer una terminología parlamentaria común en euskera. Un acuerdo de carácter técnico cuyo contenido afecta únicamente a los que utilizamos la lengua vasca. A Beltrán no le hicieron falta ni dos horas para bramar: “este convenio es una muestra más de la tiranía que impera en el Parlamento, donde sistemáticamente se vulneran los derechos de una mayoría que no habla euskera”. Ahí ya no hay impostura. Tampoco revuelta contra su propia extinción política y la de su partido. Sólo desvarío. Cuando esta parlamentaria increpa a alguien por hablar en euskera en su presencia -“vienen a molestar”, dijo hace dos semanas en la Cámara- no está sólo atacando al que presume enemigo político. Muestra sus propios demonios. Beltrán, realmente, se siente agredida, violentada, por la presencia de lo que desconoce y aborrece. ¿Se puede odiar una lengua o a quien la habla? Sí, de la misma manera que se odia a alguien por el color de su piel o la religión que profesa. Seguro que esta pobre mujer, en sus sueños más húmedos, levanta muros en Irurtzun o detona cinturones en la puerta de un euskaltegi. ¿Venía así de fábrica o se ha autoadoctrinado y autoradicalizado? A saber. Tal vez la Psiquiatría todavía esté a tiempo para hacer algo por ella.