en algún partido de liga, los espectadores aplaudieron cuando llegó la noticia de la detención de Carles Puigdemont. Los medios madrileños tampoco escondían ayer el tono épico en su crónica de los hechos. Ahora ya sabemos que un total de doce anacletos del CNI participaron en el dispositivo que vigilaba al presidente catalán. Su máxima hazaña, colocar un geolocalizador en el coche en el que viajaba. En las series de Netflix no parece gran cosa pero, tal como lo describían algunos, se diría que se habían jugado la vida en ello. Circulaba por la red que en Finlandia no detuvieron al molt honorable porque Madrid envió su requerimiento judicial solo en castellano. Para cuando les llegó la versión en inglés el pájaro había volado del país de los lagos. Tal vez no sea cierto, pero todo es posible en la España de pandereta. Puigdemont pasó también por Dinamarca sin ser molestado. Ningún rotativo de la villa y corte destacaba ayer el hecho de que los daneses hubieran optado por apartar de sí ese cáliz. Algún favor deberá Merkel a Rajoy, cuando, ella sí, se avino a hacerle el trabajo sucio a su socio hispano. A ver si no se arrepiente. La primera campaña contra la extradición ha surgido en la propia Alemania; ayer tarde, 24 horas después de la detención, llegaba a las 350.000 firmas. En los titulares y editoriales de la prensa germana casi nadie aplaudía la detención, y la polémica parece que va ir para largo. Mientras, a esperar lo que decidan sus jueces. En Madrid no parecen dudar de que Puigdemont será paseado por la Castellana cargado de cadenas, como los caudillos de los pueblos vencidos por la Roma imperial. El abogado de dos de los exconsellers exiliados en Bélgica, sin embargo, mostraba ayer su seguridad de que “la justicia española se va a llevar una buena sorpresa”. Me encantaría que fuese así, pero no lo tengo tan claro.