En Chichen Itzá la serpiente emplumada ya ha descendido por las escalinatas del Templo de Kukulkán indicando que la primavera ha llegado. Ku Klux Klan no, Kukulkán. Que en estos días de capirotes, flagelaciones y sangre el inconsciente colectivo se pone perverso. Eran ingeniosos, los mayas. Crearon, o heredaron de los olmecas, cuentan, un calendario que les permitiera entender y clasificar qué ocurría en el cielo para saber si sus cosechas iban a ir a mejor, a peor, o no iban a ir a ninguna parte. Pero además, en este templo con estructura de pirámide que aún no he tenido el gusto de conocer, los canteros de su cultura tallaron la cabeza de una serpiente a ras de suelo, de modo que cuando los rayos del equinoccio incidieran sobre las escaleras proyectando sus sombras, la luz dibujara el cuerpo de una serpiente que baja desde la cúspide de la pirámide hasta entroncar con su cabeza pétrea. A mí, que tengo una mente un poco infantil, estos guiños secretos me fascinan. Y compensan lo prosaico que puede ser el simbolismo primaveral. En mi caso se ha traducido en otro paraguas más -van tres- que ha hecho la copa para protegerse de las rachas huracanadas y la lluvia horizontal y después se ha astillado. También en un prometedor fin de semana en Iparralde en el que me iba a enamorar del tipismo de caseríos blancos, contraventanas rojas y verde infinito, pimientos secos a la vuelta de cada esquina, encantadora decadencia afrancesada por las calles de Biarritz y Bayona, bonsoir, madame, bonjour mon cherie. Iba. Pero esa agua y ese viento frío que no cesan supusieron correr, agazaparse, comprar un jersey para insertarlo entre la camiseta y el otro jersey. En fin. Cada cual lee las señales como puede. ¡Felices vacaciones!
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