Lo raro suele esconder algún atractivo. Nos seduce porque nos provoca una identificación no reconocida, sorpresa, morbo o rechazo. Cuando raro es el calificativo que escolta a una enfermedad deja de cautivarnos para pasar a ser algo que pedimos que se mantenga lejos de nosotros.

-¡¡Yo soy el que vigila!! Grita un chico emocionado mientras trepa como puede al barco azul de un parque infantil.

El capitán y los dos grumetes dejan de gritar “¡¡Que viene un tiburón!!” y se le quedan mirando, mudos. Tienen unos cuatro años. El chaval llega arriba descamisado por el esfuerzo pero inasequible al desaliento.

-¡Yo soy el que vigila! ¡Yo soy el que vigila!

Los niños le escanean de arriba a abajo interrogándose con los ojos y descienden por las cuerdas. El chaval se queda. Arriba y solo.

-¡¡Yo quiero vigilar!!

Su madre se acerca, rápida pero frenando una carrera ya muy trillada.

-¡¡Ama, yo quiero vigilar!! Ella le acaricia los tobillos bajo la pernera de los vaqueros. El chico se muerde la mano con rabia.

-Baja, mi amor. Vamos a vigilar desde el puente por si se acerca un galeón pirata.

Entre la pretensión de disimulo y su carencia absoluta, el resto de madres y padres observa la escena. Jueces distantes. La madre consigue que el chico baje del barco y le abraza. Rodea con sus brazos el pecho de su criatura. Su hijo le pasa mas de un palmo. El cuerpo de este quinceañero se estira hasta el 1,75 m. Su cerebro y sus emociones se estancaron en los 4 o 5 años. Es el uno de cada 25.000 que sufre el síndrome de Smith-Magenis en todo el Estado. Para evitar situaciones como la del barco, el Ayuntamiento de Bilbao va a debatir la creación de un área de ocio para todos, donde niños de distintas edades que sigan siendo eso, niños, puedan jugar juntos. Ser diferente no es un problema. Ser tratado de forma diferente, sí.