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Mister Rewind

Al quitarse las legañas ante el espejo las cejas se le arquearon desconcertadas. 31 de diciembre. Se había acostado con barba blanca de cinco días y había amanecido sin canas ni bolsas bajo los ojos. Sobre el ascensor de paredes traslúcidas llovían las notas del piano de Ryuichi Sakamoto, el único hombre al que toleraba la vecina en su refugio antiminas desde la orden de alejamiento. En el kiosco la portada de un periódico andaluz contaba que el párroco de Medina Sidonia en realidad no lo era, llevaba 18 años mintiendo. Trump tampoco era un presidente y ahí seguía, dirigiendo la orquesta. Un camión aceleró entre narices húmedas y bufandas y supo que el conductor lo iba a estrellar contra cualquiera en un mercadillo navideño de Estrasburgo. Cenizas como suspiros brotaban de una orgía en llamas desde las pantallas de plasma en una tienda y un actor para el que su California había mutado de paraíso a infierno lloraba como un niño. Dejó caer el abrigo que ya le sobraba en un banco y la chica en tirantes lectora de un libro de papel le miró. Mucho y largo. Y el pulso se le desbocó. Inundado de alegría salvaje su mano se reencontró con su tupé desafiante y treintañero. Di mi nombre, mandaba Rosalía desde la ventanilla de un A3 negro rodeado de cerezos en flor. Vio en su tablet rescatar a unos niños deslumbrados de una gruta tailandesa, saltó una barandilla y aterrizó junto a Mark Zuckerberg pidiendo perdón por el robo de su intimidad a 50 millones de personas. Se tropezó al subir a una acera y su madre lo cogió en brazos. Entonces cerró los ojos y volvió a sentirse a salvo de todo, flotando en la paz caliente y líquida del útero materno. Era 1 de enero y todo podía volver a empezar.