Agobiado por las normas que le obligaban a llevar puesta la mascarilla, discutió con el joven cajero. Sus veinte años solo atendían a la normativa: el cliente debía usar la mascarilla o, en caso contrario, no le atendería. Alemania es un país de leyes, normas, reglas; orden a veces exagerado. Pues la ley es para servir al hombre y el hombre no debe esclavizarse por la ley. Pero aquí parecía razonable el empeño del cajero, aunque tal vez sus modales no fueran los certeros, porque el individuo volvió una hora después, enmascarado, se la quitó y en la cabeza le disparó, volándole los pensamientos. Lo curioso es cuando el asesino se entregó. Argumentó una excusa llamativa: "estaba muy estresado por la pandemia", además, la víctima era "responsable de la situación, porque me hizo cumplir las reglas". Interesante fue cuando contemplé un accidente de tráfico donde quien había desobedecido a la señal argumentó en violenta discusión contra el automóvil atropellado y su ocupante que había cruzado con demasiada lentitud.

Estaba en su derecho, pero no era lo que el infractor esperaba y, por eso, el damnificado era el culpabilizado. Es común intentar echar la culpa fuera. "Yo no he sido dicen los niños, el jarrón se ha caído", mientras pasaban corriendo a su lado. Es una defensa inconsciente que nos oculta las propias miserias. Pocos se sienten malos y horrendos, la mayoría se excusa y echa la culpa fuera: la sociedad, las circunstancias, la situación personal, la psicología, la economía, la educación... Pero esta es una de las claves del examen de conciencia que pregonó San Ignacio de Loyola, cuyo hispánico orgullo vio cómo escondemos nuestro lado sucio y amplificamos el mal ajeno. El otro tiene una paja en el ojo mientras nosotros tenemos tal vez una viga y no nos inmutamos. De ahí la necesidad de revisar, críticamente, nuestros actos, sentimientos y pensamientos. No somos objetivos, no valoramos igual lo propio que lo ajeno.

El volcán que ahora inunda con su colada de lava casas en la Palma, un mar de piedra candente que se zambulle en el mar de olas atlánticas, también muestra estas circunstancias. Se quejan quienes compraron hermosas residencias o construyeron a sus faldas, pero el riesgo ahí estaba, como cuando se edifica en el cauce de un río y un día las inundaciones avanzan y la vivienda se tragan. Que paguen los culpables de esas andanzas, promotores, ayuntamientos que propiciaron tales incompetencias. Pero no deberíamos pagar ahora todos la insensatez que otros hicieron. Se calculan por miles las víctimas que en Nápoles pueden morir cuando el Vesubio despierte de nuevo, son tantos quienes edificaron en sus faldas que no sería posible evacuarles si el volcán súbitamente se enfada. Ahí están Pompeya y Herculano, rodeados de chalés y mansiones que, sin excusas, serán tragadas.