Dicen que en los fondos de este mar, a la altura del canal de Sicilia y entre las costas de Malta y Túnez, los escualos que cada día surcan estas profundidades se dan un festín con los restos que aún flotan con los ojos abiertos. Y dicen también que algunos barcos pesqueros, al recoger sus redes, mezclados entre atunes, sardinas y camarones, encuentran trozos de vida y sueños infantiles. Entonces a algunos pescadores les recorre un relámpago cósmico de remordimiento y lloran.

Alguien ha dicho que en los fondos de este mar yacen las utopías de más de 37.000 africanos y africanas que un día abandonaron una tierra arrancada de un Paraíso en llamas. Porque durante siglos la miseria trepó por sus huesos y la desdicha campó a sus anchas por sus venas. Entonces no sabían que dejaban atrás los restos de un naufragio anunciado.

No, la culpa de este nuevo holocausto blanqueado de solidaridad internacional no la tiene un bastardo llamado Salvini, ni las mafias o las voluntades europeas. Esa es solo la dosis exacta que nos pone de mala hostia. La verdadera culpa está en la distribución asimétrica de las condiciones de vida entre Binaté Bemsi que huyó de Costa de Marfil y las mías o las de usted mismo. Porque nuestro bienestar, nuestro individualismo liberal, nuestros consumos y hasta nuestra propia salud la hemos construido a través de la colonialidad de “ellos”, de esos países incautados de riquezas y recursos.

Toda esta carnicería empezó expropiando la vida de millones de esclavos y continuó en el siglo XIX, cuando las potencias coloniales se repartieron el continente a golpe de cartabón hasta extraerle las entrañas. Desde entonces los progromos, el hambre y las guerras han dejado 49.000.000 muertos. Dicen que la tierra roja de África está teñida de toda esa sangre. Que esas almas deambulan buscando un sitio donde la noche no sea efímera. Pero no existe. Porque en África ya no hay lugar para tanta muerte.