na columna periodística debe tener buen principio. Algo así como la fuerza de una lanza que cae con la brutalidad de un zarpazo sobre el pecho del lector. Cada semana trato de encontrar esa lanza. Pero últimamente, con la guerra de frente, no hay manera. Cuando no es el Nagore, es la Ezker, y cuando no el Chivite, o la Ibarra o Epaltza. Gente que hace poderosas las palabras humildes e interesante lo vulgar. Pero es que cuando menos te lo esperas te han robado la columna y esa punta de lanza imprescindible para no precipitarte en lo patético. Así que esta semana he decido no leerlos. Para no sentir su bufido en el cogote. Pero aun así, solo me sale la guerra. Guerra que me conmueve y me da miedo, y me despista porque no sé opinar del problema sin añadir un nuevo dilema. Y eso explota todas mis contradicciones de izquierdas. Guerra que me pone de mala hostia y me hace bramar contra unos y otros. Y también me enfrenta a algunas amistades por obviar no sé que geoestrategia que lo explica todo. Entonces llegan esos que también lo explican todo con esa insensatez binaria del blanco o negro. Y oye, les sirve. Mientras, uno busca un poco de juicio en medio de esa pila de sangre y escombros. Pero no hay manera. Y un lumbreras te dice que esto pasa porque no salimos de esa ambigüedad típica entre "explicar" el conflicto y "justificarlo". Y encima con la moral por bandera. Y que así no hay dios que se aclare. Entonces me escribe una amiga ucraniana que sobrevive en Kiev y me pregunta que a ver cómo vemos desde aquí la guerra y le digo que cómo puede preguntar eso cuando a su lado todo ha saltado por los aires. Que qué coño importa mi opinión desde el confort y la distancia cuando su vida se ha vuelto del revés y la muerte sobrevuela como un murciélago mutilado. Nada, no importa nada, salvo si es para pedir que alguien sensato diga basta.