Imagina que no tienes 73 años, ni 56, ni 40. Tienes 19. Estás en segundo curso de un grado universitario tecnológico cuyo contenido y futuribles aplicaciones laborales tus padres no sabrían explicar a sus amigos el viernes por la tarde o al coincidir en la panadería ahora que lo casual es oro. O has elegido una Formación Profesional, Big Data, Instalación térmica, Moda y estás conociendo a tus iguales, a gente con la que compartes aula y a veces conciertos, una subida al monte, algo romántico como es sentarse en un cine por lo que tiene para ti de ritual antiguo en 2020, una cerveza y unos txupitos en esa calle repleta de bares donde aún quedan algunos abiertos que sirven cerveza y txupitos pero ya sólo en terraza y sentados, que es muy de señoras y de padres. Compartes con tus iguales la expectativa de una fiesta repentina o programada en el piso de uno de clase, y a ti, además, la expectativa te retuerce el estómago desde que supiste que irá ese chico nuevo al que acabas de descubrir este septiembre en la vuelta presencial al aula. También estará la de las pestañas largas que tiene atontado a tu compañero de mesa al que ya no puedes ni dar un codazo cuando le pillas mirándola porque ahora se sienta a dos metros. Y ya es viernes. ¡¡Por fin!! Te dan ganas de arrancarte la mascarilla cuando sales de clase y tirarla a la papelera del pasillo. No lo haces, claro, ya eres adulto y consciente. A esa papelera además, no se puede. Hay que desecharlas en casa. Menuda chapa te da tu madre con eso Y con que no vayas a fiestas como la de hoy. ¡Joder, mamá! Que sí, que es peligroso, ya sé que todos tenemos que esforzarnos. Y lo de los abuelos, que luego les contagiamos cuando vamos a comer el domingo. ¡Pero es que tengo 19 años y no sé cuánto va a durar esto! Y se me va a pasar acercarme a ese chico, y abrazar a mis amigas, y otras cosas que no te voy a contar. Pero vale, no voy a ir. Gracias. No eres el único foco de contagio, como antes los niños tampoco lo fueron, ni es justo que te demonicemos.