Sí, quizás lleve razón cuando te explica que todo es culpa de la escuela endogámica y la tele chovinista, o sea, que te falta esa españolísima capacidad que a él le sobra para pensar por ti mismo y evitar el adoctrinamiento. Y resulta fácil comprar, claro, su discurso humanista contra las fronteras, pese a que las suyas las juzga de hecho saludables, muy lógicas y perennes. Y acaso esté en lo cierto al detallarte los riesgos de la ruptura para tu bolsillo y tu futuro, aunque con su tarea misional dé a entender que careces del sentido común para valorar qué es lo mejor para ti y para tus hijos.

Es la versión política de “los hombres me explican cosas”, paternalismo didáctico que sufrimos aquí durante décadas y hoy padecen otras periferias. Es el experto de barra sin derecho a réplica, el viejísimo ordeno y mando disfrazado ahora de labor condescendiente y fraternal. Es, en fin, ese grandullón que tras advertirte de que la entrada es cara, el garito está lleno y cerrará pronto, le dices que aun así quieres entrar y te responde con el chicle: no. Y no me hables cuando te estoy gritando. Cambie entrar por salir.

Y es que igual sabe muchísimo más que tú de esto y de aquello, hasta de lo que a ti te conviene. Sin embargo, la cuestión profunda no es quién es genio, sino quién es adulto, a quién, tras mil lecciones gratuitas, pedidas o sin pedir, se le ofrece la opción legal y real de acertar o equivocarse. Vamos, que te escucho, agradezco los consejos, sopeso los augurios, pero no me has convencido. ¿Me puedo separar? Ponme tú la fecha, los porcentajes aceptables y sentémonos a negociar el reparto de la casa. Pues no. 155 veces no.