Los hay malgastados, sobrantes, tediosos, y aun siendo indoloros no añoramos su exceso: se regalan al futbolista que va y corre, al politólogo que afirma que las encuestas son encuestas, al conquistador, superviviente o machomán que se rasca un huevo en una isla, al monologuista, bertsolari o torero tras cada una de sus manoletinas, a toda obra de teatro, sea magnífica, regular o espantosa, ya me entienden. Los hay hijos del sectarismo, del gregarismo, de la tradición, esperados, acríticos, mecánicos: se ofrecen a ese mismo futbolista cuando entra al juzgado, a la folclórica cuando sale, al político que dice "nosotros, la clase trabajadora" o "nosotros, la España que madruga", al tuitero o cómico que solo zurra a la derecha, al tertuliano o bloguero que solo casca a la izquierda, a Macarena, Rocío y San Fermín por salir a la calle balanceándose, vaya mérito. Los hay fruto del error o la adicción, imprevisibles, alucinógenos, como los dirigidos en Navidad al afortunado con la lotería o aquellos que la presidenta argentina soltó en la Real Academia al enterarse de que le servirían un caldo de La Rioja, cuna del castellano: "¡Qué detalle fraternal! ¡Un vino argentino!". Los hay también infames, manos que ahogan, como los que celebraron en el Congreso la intervención española en Irak o los que homenajean a un ser humano que ha tenido encerrado a otro ser humano 532 días y noches en un zulo de 3 metros de largo por 2,5 de ancho y 1,8 m de altura interior. Toma confinamiento. Y luego están los otros: los de las ocho, esos urgentes y justísimos aplausos diarios que agigantan la vacuidad de todos los demás.