Aeropuerto de Pamplona. Vuelo regular. Una madre hace cola en el control de seguridad con su criatura acomodada en la mochila portabebés. Padre y abuelos están muy cerca, al otro lado de la cinta que separa viajeros de acompañantes. Parece que el marido se unirá a la familia en pocos días. La abuela matiza que “si Dios quiere”, mientras se despide sonriente del nieto o nieta con besos y palabras cariñosas. Cuando llega el turno de colocar el equipaje de mano en el mostrador, el esposo deposita una voluminosa mochila desde el otro lado de la cinta. Habría sido muy penoso que la joven madre hubiera cargado con ella durante el lento avance del control. El empleado de seguridad, obligado a estar pendiente de mil detalles, se percata de la incómoda tarea que le espera a la viajera con el bebé sobre el pecho y las manos con movilidad limitada por los correajes. Confirma que el depositante del bulto es familiar, llama al sargento de la Guardia Civil responsable del control y le expone la situación. La autoridad permite que el marido acompañe a su pareja en la operación y en la posterior tarea de recomposición de objetos. Un alivio. Solo cuando los pasajeros son llamados a embarcar, el hombre se despide y vuelve sobre sus pasos. El tamaño de nuestro aeropuerto y los escasos vuelos diarios facilitan, sin duda, estos comportamientos. Ventajas de lo doméstico. Pero es reseñable la sensibilidad del operario y la receptividad del agente de la Guardia Civil. Humaniza unos trámites rutinarios y comprometidos para los vigilantes y siempre incómodos, e incluso algo tensos, para los viajeros. Informar y exigir con amabilidad, aunque a veces se enfrenten actitudes impertinentes. Asumir y cumplir con educación, aunque el celo profesional nos pueda parecer excesivo. El ademán calmado, el tono correcto y una suave sonrisa diluyen tensiones. La buena convivencia se construye con estos mimbres. Los besos finales no previstos, un regalo. De propina.