Las imágenes de playas idílicas o espectaculares glaciares que los documentales nos suelen traer de Nueva Zelanda casan mal con las escenas de llanto y muerte de estos días. La matanza de Christchurch nos ha recordado que no hay lugar del mundo libre del horror. Cegados por la amenaza del extremismo islamista, se ha minimizado el alcance del fanatismo antiislámico. La bomba ha estallado en nuestras antípodas, pero podría haberlo hecho en nuestra casa. Aquí no se predica la guerra santa, pero sí la inquina, la prevención y el miedo al diferente. Luego, ese cerebro lleno de mierda sólo necesita un arma a mano para montarla. Sería de esperar que nuestros poderes públicos tomaran nota al respecto. También de la reacción de la sociedad neozelandesa, con su gobierno a la cabeza. Antes del atentado nada sabía yo de la primera ministra Jacinda Arden, a quien estos días hemos podido ver, tocada con un jihab, mostrando sus condolencias a los familiares de las víctimas y líderes de la comunidad musulmana en el país oceánico. Ahora sé que Arden tiene 37 años, que milita en el Partido Laborista y que acudió con su hija de tres meses a la última Asamblea General de la ONU, en Nueva York. Por cierto, que al poco de nacer la niña, la primera ministra anunció que su pequeña hablaría maorí, porque “nuestra generación va a ser la última que no lo hable”. El maorí, el idioma primigenio de Nueva Zelanda, tradicionalmente postergado desde la conquista y colonización británica, es la lengua materna de aproximadamente el 10% de la población de este país, y oficial a todos los efectos desde el año 1987. De eso también podían tomar nota políticos de por aquí. No por casualidad, Nueva Zelanda, ese país ahora en shock, se posiciona en los mejores lugares del mundo por su ausencia de corrupción, nivel de educación e índice de desarrollo humano, y está considerado como el estado más libre y con mayor respeto a los derechos civiles del planeta.