asi un mes después de abrir las terrazas han abierto los parques infantiles en la mayoría de nuestros pueblos y ciudades. Las personas adultas llevábamos semanas pudiéndonos poner hasta las patas, mientras que niños y niñas seguían teniendo prohibido subir a un columpio o bajar por un tobogán. Alguna razón sanitaria habría, pero a mí se me escapa cuál. España ha sido el estado europeo más estricto en sus normas sobre el confinamiento, a costa de la merma de la salud física y psíquica de gran parte de la población, especialmente de sus sectores más débiles. Mientras que aquí tenías que dar explicaciones cada vez que ibas a comprar el pan, a 50 kilómetros en línea recta, la gente de Baigorri, Ainhoa o Hendaia podía salir a hacer deporte, sacar los chavales a pasear o a los mayores a que les diese el sol y el aire. Bastaba con pedir permiso por medio de una aplicación móvil. De la misma forma se han controlado ahí los límites de movilidad durante la desescalada: 100 kilómetros del propio domicilio de cada habitante del estado francés. Aquí, en cambio, no hemos podido salir de la provincia, de forma que el de Bera podía ir a Cortes, donde no conoce a nadie, pero no a Irun, donde tiene a media familia. Y viceversa. Hay muchas cosas que se han hecho bien. Pero también ha habido otras muchas absurdas, que han perjudicado innecesariamente a muchos colectivos sin apenas beneficios conocidos. Hay mucho que revisar críticamente de las consecuencias de las medidas que las diferentes administraciones han ido adoptando durante estos meses. También en lo que respecta a temas como teletrabajo, conciliación o escuela. Que no se nos olvide, ahora que se ha acabado el estado de alarma. Y sobre todo, que no se les olvide a los y las que toman decisiones, para esa próxima que ojalá no venga nunca.