lama I. Está terminando su tesis doctoral, que ha compaginado con el trabajo. Está contenta anticipando un futuro con ratos para no hacer nada, cuando disponga de más tiempo libre al que llegar con menos cansancio o menos activación. Me lo cuenta la única tarde de la semana que he decidido quedarme quieta.

Hacer nada es dificilísimo. Ya lo estaba siendo antes de la llamada. El vacío hace presente esa congestión que llevaba arrastrando unos días y desata una pesadez parasitaria en las piernas. No obstante, deambulo como alma en pena y picoteo unas uvas, contesto un par de correos, cojo y suelto un libro, vuelvo a las uvas. Más vale que no hay cámaras.

Intento relajarme, imaginar una playa o un punto blanco entre los ojos, pero el ejercicio me rehúye. Me estoy poniendo fatal. Había pensado restaurar un macetero. Hace décadas, alguien dedicó tiempo a oscurecerlo con nogalina y el tiempo de aclararlo va a ser mío. Ocio recreativo y estimulante. Tras diez minutos de lija, asoma el color original, bastante más claro, y me canso. Ya lo iré haciendo. El enérgico amago termina con el suelo perdido de polvo, así que paso el aspirador. Le digo a I que llevo una tarde de lo más tonta. Dice que no es malo.

Para compensar la desazón, escribo esto con el deseo gregario de que alguien se reconozca y avise para no quedarme sola con el runrún de la contradicción y esa culpabildad difusa. Me pregunto si siempre hay que hacer algo. Me contesto que no, pero la respuesta no me calma. Busco una solución de compromiso o una trampa y me digo que no he perdido el tiempo, que he estado en el tiempo. El tiempo no me ha perdido a mí. Lo testaré. No sé si colará.