Sé lo agradable que resulta acercarse al Casco Viejo y refitolear entre sus calles pinchando un frito de huevo o de pimiento y sé lo bien que uno puede estar sentado en una terraza con una bebida en la mano. Llevo más de media vida residiendo en esta zona de Pamplona, lo he vivido y lo he visto disfrutar a otros mil veces.

Pero también sé que mi barrio está petau. Es sólo un ejemplo, pero si hace algunos años no era fácil que los chavales encontraran un sitio en el que jugar, donde pelotear sin molestar a alguien, ahora es prácticamente imposible. No hay plaza o plazuela cuya superficie no esté ocupada por las mesas y sillas de los bares cercanos. Se han dedicado a nuevas terrazas unos 1.000 metros cuadrados más en apenas tres años, según calculan los ediles de Aranzadi. Desconozco el dato exacto, pero no la impresión de vivir para el ocio ajeno, diurno y nocturno. Los vecinos sentimos la marabunta que se acerca a nuestras casas en fines de semanas y fiestas varias y constatamos que no se nos escucha cuando hablamos de ruido, suciedad, temor a la turistificación, parque temático para la hostelería y más. Sobre todo, tenemos la sensación de ser unos incomprendidos, a los que se nos tilda de quejicas cuando -dicen- debiéramos sentirnos afortunados.