o traté una sola vez en mi vida, alrededor de un funeral que celebró hace tres años y me pareció simpático, servicial y agradable. Un cura que parecía buena persona, como también pueden serlo un encofrador o una enfermera, al igual que te encuentras gentuza en esos gremios o en cualquier otro. La cuestión es que me quedé helada cuando supe que José María Aícua, párroco de varias iglesias de Pamplona, murió fulminantemente mientras celebraba una misa de difuntos. Acababa de leer los Evangelios cuando un infarto le hizo caer ante la estupefacción de los feligreses presentes y, pese a los intentos de los sanitarios, no pudo ser reanimado. Una sabe que a la muerte le gusta rondar determinadas profesiones, se encuentra en su salsa en las galerías de muchas minas, entre las olas que surcan barcos de pesca o en alguna acrobacia extrema, ¿pero con 60 años y oficiando un funeral? El ayudante del sacristán dijo que había muerto con las botas puestas, en acto de servicio. No digo que no, pero a mí la escena ni me evoca a las del general Custer ni la parroquia de Cristo Rey me recuerda a Little Big Horn. Por el contrario, siempre me estremece sentir lo cerca que podemos tener a la parca, capaz de esperarnos en cualquier rincón, incluido en un altar... o en la grada de El Sadar.