uando ves un unicornio pasear por una calle vacía sólo una hora después de las campanadas de fin de año, tiendes a pensar que no se puede caer más bajo y que las cosas han de mejorar. Muchos vecinos del Casco Viejo de Pamplona aborrecen la Nochevieja porque la zona se transforma en un estercolero en el que toda suerte de personajes y bichos aparecen a montarla. Se lo beben todo, lo gritan todo y, pocas horas después, se repliegan a sus habitaciones dejando todo hecho una mierda y a los servicios de limpieza trabajando a destajo para sacar la porquería de entre losas y adoquines. Pero yo hablo de tristeza y ésta te empapa si contemplas las mismas calles desiertas y un unicornio despistado que las cruza. Para mí, la viva imagen del desamparo que esta pandemia ha generado en todos nosotros. Al menos es lo que sentí, claro que no hay que hacer demasiado caso a quien lleva ocho días confinada y no tiene pudor en contarles que se va a quitar una jornada de aislamiento -test de antígenos negativo mediante- porque me parece infumable tener que pasar diez días en casa y que quien enfermó sólo unas horas después, pueda salir a la semana. Son las cosas de la política y no estoy para aguantarlas. Escribo confinada, pero si todo va bien, mientras lean esto, yo pisaré las calles nuevamente.