Vas por ahí sin prestar atención y cae sobre ti un carro de años: hace 30 se estrenó (¿o habría que decir se estrenaron, por la concordancia y eso?) Los santos inocentes. No es que lo recordemos como si fuera ayer por la mañana, pero ¡30 años...!
A la peli de Mario Camus le fue muy bien desde el principio, porque casi lo primero que supimos de ella fue el premio conjunto de interpretación en el festival de Cannes a Alfredo Landa y Paco Rabal -con la anécdota incluida de ir ambos a recoger el galardón ocultándose de la prensa, incluso dentro de un armario, para no levantar la liebre-. El primero, acabando la labor de redimirse del landismo que había comenzado con las dos entregas de El crack de Garci. Los dos, firmando los papeles de sus vidas. Y la única espinita, que en Cannes se olvidaran de completar el premio con Juan Diego, que bordaba el papel de hideputa señor de cortijo.
Pero Los santos inocentes es, ante todo y sobre todo, Miguel Delibes. El cierre perfecto para eso que empezó con la tragicómica El camino y con la dura Las ratas. Cuando se murió en marzo de 2010, hervían de indignación las redes sociales porque se hubiera ido, con 89 años, sin el Nobel bajo el brazo. Él mantenía al respecto la tesis resignada de que nunca se lo iban a conceder porque al dárselo a Cela en 1989 quedaba ya premiada toda la novela española de posguerra. Y, claro, leña en Internet al gallego para elogiar al vallisoletano, que es más divertido que preguntarse por qué no podían tenerlo ambos si también lo tienen Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, siendo los dos del boom latinoamericano.
Pero discusiones bizantinas al margen, el caso es que en estos tiempos en los que la brecha entre ricos y pobres vuelve a ser un abismo, en los que la casta privilegiada recupera sus prebendas mientras crece la de los desharrapados, compruebas que un relato ambientado en los años 60 sigue vigente. Obscenamente vigente.