Entrabas en la librería. Sorteabas las novedades, que los bolsillos de los estudiantes no estaban para semejantes dispendios (y, cuando estaban, te comprabas un LP, que era para oírlo mil veces, vuelta y vuelta en el tocadiscos hasta que amenazaban con echarte de casa, y no un libro que solo ibas a leer una o dos). Llegabas a los libros de bolsillo y, ahí, Seix Barral, Bruguera, Destinolibro y Emecé se habían encargado de apartarte todo el boom latinoamericano que valía la pena, el que iba a acabar con el pulp fiction patrio (las ñoñeces de Corín Tellado y las de vaqueros de Estefanía, Mallorquí, Silver Kane -que era González Ledesma, ganándose el pan en sus inicios- o Keith Luger -que era un tipo de Valencia-).

José Manuel Lara padre, fundador de Planeta, decía que el boom solo eran "escritores hablando bien unos de otros", pero mentía como un bellaco, avergonzado por haberse dejado arrebatar la veta de oro por Carmen Balcells. Si todo era mentira, ¿por qué compró Seix Barral en 1982?

Al leer la historia oficial del boom, te llevas la sorpresa de que hubo precursores, protagonistas, acompañantes y continuadores (aparte de, según qué texto consultes, olvidos imperdonables -la larga entrada de la Wikipedia ni siquiera nombra a Cabrera Infante-, o gente que con una sola buena novela coló ahí el flojo resto de su obra completa).

Pero la historia real no fue así. No aquí. Si Borges decía que "cada escritor crea sus precursores", en el caso del boom habría que decir que "cada escritor vendió también a sus precursores". Que todo fue casi a una, que se descubrió a la vez a Márquez y a Carpentier, a Cortázar y a Borges, a Onetti y a Llosa. Y a Rulfo, que si no lo nombramos, reventamos.

Al morir Márquez se ha vuelto a hablar del boom para bien, que bien lo merece, y para mal, que aún hay quien dice que fue solo una excelente campaña de márketing. Y puede que sí, si le quitas el solo, porque nadie se atreverá a negar la cantidad de calidad que se hizo visible con aquella explosión.