la semana pasada me di uno de esos pocos gustazos que la apaleada clase media aún se puede permitir sin que su maltrecha economía se tambalee aún más: cambiar de operador de móvil. El placer no es ése (bueno, a veces también), sino atender la llamada del operador que dejas.

A las 9 de la mañana ya los tenía ahí. Resistí la típica tentación de responderles imitando un contestador, porque me había preparado hasta un guión. Y que no tengan más remedio que oírte es la gozada. Me voy porque: 1) Me pusisteis un servicio de internet que yo no había solicitado, para engordarme la factura, y estuvo activo hasta que me di cuenta (y tardé, que me fijo poco en esas cosas, y así me va). 2) Me hicisteis una jugarreta con los puntos que me ibais dando (si los usas, se amplía automáticamente unos cuantos meses el periodo de permanencia). 3) Quise cambiar de tipo de tarifa a una más económica y más adaptada a mis necesidades, y no me dejasteis (si te quieres cambiar a una más cara, todo son facilidades). Y 4) Si tengo cualquier problema y os llamo, me cobráis la llamada a precio de 902.

Por supuesto, al empleado que me atendió le trajo sin cuidado todo lo que le dije; por supuesto, ningún operador va a cambiar su política por quejas como la mía; y, por supuesto, no creo que mi nueva operadora sea mejor que la antigua. Lo cual me lleva a entender dos más de los defectos del capitalismo salvaje: 1) No hay retorno posible. No lo escuchan. No les interesa. No mejora sus beneficios. Y 2) Las grandes empresas tratan peor al cliente habitual que al posible nuevo cliente. El mundo al revés. Inaplicable en la pequeña empresa -un bar, un comercio...-, inaplicable hasta en un diario (si saliera más caro ser suscriptor que comprar cada día este periódico nos quedábamos sin suscriptores en un año), pero estupenda con altos volúmenes de negocio.

Cuando ya me despedía, el tipo hizo un último esfuerzo para retenerme, con una gran oferta que nunca me hicieron cuando me tenían retenido. Me pareció el insulto final.