“Nosotros no nos hubiéramos quedado de brazos cruzados”. El viejo sindicalista apura un café mientras lee la información sobre los despidos (250 ni más ni menos) que plantea la dirección de la empresa en TRW de Landaben. Me sostiene la mirada mientras espera una respuesta que no acierto a improvisar, bien porque es muy temprano para mí o porque lo que diga pudiera no ajustarse a sus expectativas. Clava el hombre la vista sobre el grueso titular de la página de Economía pero me parece -o quizá es una imaginación mía...- que su mente ha volado a aquellas asambleas de principios de los setenta, a los paros, las huelgas y las marchas en defensa de los puestos de trabajo. A las carreras por los campos delante de los grises. A la causa común, en fin, que hacían las plantillas de las grandes empresas cuando otros compañeros sufrían un abuso o una injusticia laboral flagrante. “No lo hubiéramos consentido...”, murmura.
Entiendo que aquel escenario en el que se mezclaban las reivindicaciones laborales con las luchas políticas clandestinas contra la dictadura no es homologable cuarenta años después. La economía globalizada permite fabricar, a miles de kilómetros de distancia, piezas similares (al menos en apariencia porque otra cosa será siempre la calidad) a precios de mercadillo ya que los salarios que se pagan en origen son también de mera subsistencia o rayan la explotación. Además, la reforma laboral ha ido esquilmando a los trabajadores los derechos conquistados durante décadas y el actual desamparo ha generando en las plantillas esa sensación de inseguridad que acaba por provocar miedo al patrón, miedo al despido y, por extensión, reservas más que justificadas a la hora de adoptar una postura comprometida porque la vida está muy jodida.
Me despido del sindicalista, le miro desde la calle a través de la cristalera y, ahora que no me oye, digo para mí: ¿por qué lo consentimos...?