La pregunta que me hago después de los atentados de Bruselas es cuánta parte de mi libertad estoy dispuesto a perder en beneficio de una supuesta mayor seguridad individual y colectiva. Porque después de añadir a esta guerra global 34 nuevas víctimas (víctimas europeas, porque en el resto del planeta los yihadistas siguen asesinando a sangre fría y también a musulmanes) los análisis a posteriori tratan de escudriñar en lo que se ha hecho mal en el continente, en los orígenes de esa ira desaforada, en cómo la Europa de orden ha estigmatizado a esos nuevos europeos, hijos o nietos de emigrantes. Ese apartado estará bien descifrarlo para no repetir errores en el futuro, lo que no creo es que ahí encuentren la solución a este conflicto que se plasma ya en una nueva modalidad de combate en la que los objetivos no son militares sino civiles.

Por lo que cuentan quienes han profundizado en esa realidad social como la que se vive en los últimos años en el barrio de Molenbeek de Bruselas, hay ya una generación (si no son dos) perdida para cualquier intento de debate racional. Los que han cruzado las fronteras para engrosar las filas del denominado Estado Islámico lo han hecho desde el convencimiento, con una fe ciega y dispuestos a entregar su vida. Tienen de todo menos miedo, aunque algunos como Abdeslam Salah recapacitan a última hora y eligen otras vías para llamar a la puerta del paraíso...

El caso es que esta guerra va a tener un recorrido largo -ya lo tiene desde el ataque a las Torres Gemelas, en Londres, Madrid, París...- y sumará más atentados y más víctimas del lado occidental. También en las filas del enemigo. Es difícil controlar a una bomba andante, como demuestran los acontecimientos registrados en suelo francés, que puede presumir de buenos servicios secretos. Por eso vuelvo al principio y no intuyo, de momento, otras medidas, en el espacio cercano, que más controles, más cámaras, más registros, más invasión de la privacidad... Porque la libertad es otra de las víctimas de esta guerra.