Más de una vez he pensado que dentro de esos armatostes metálicos colocados a pie de carretera no hay nada. Que están huecos. Que los ponen ahí -los vecinos de Olave simularon uno en la travesía de la localidad- para acojonar a los automovilistas que tienen el acelerador ligero y un coche con muchos caballos. Y porque no conozco a nadie que no frene de golpe solo con atisbar un vehículo estacionado cerca del arcén... Puedes ignorar cien señales de tráfico, pero cuando observas esos prismas amarillos, miras la aguja del cuentakilómetros, reduces la marcha... y a circular como si no hubieras pisado una raya continua en tu vida.
Pero volviendo al principio, casi todos tenemos una multa (o dos, o tres...) que confirma que dentro de esas cajas con ventana indiscreta hay un agente que detecta tu presencia pasando por el lugar a toda mecha y para certificarlo extiende la correspondiente receta. Y si tienen dudas, láncense a tumba abierta por la A-15 en dirección a San Sebastián; el artilugio colocado en las inmediaciones de Lekunberri ocupa el octavo puesto en el ranking de multas por exceso de velocidad: hasta 36.000 extendió el pasado año. Y superan las 50.000 con todos los ubicados en la red viaria navarra.
El recuento de las infracciones registradas por los 27 radares más activos en el Estado suma algo más de 800.000 sanciones; teniendo en cuenta que las cuantías oscilan entre los 100 y los 600 euros, multipliquen y comprobarán el lucrativo negocio que supone sembrar las carreteras de detectores de fittipaldis a la carrera. Es cierto que no hay dinero que pague una vida humana y el exceso de velocidad provoca numerosos accidentes; pero, ¿dónde va la recaudación (508 millones de euros en 2014) por multas: a arreglar carreteras en mal estado, a campañas de prevención, a programas de rehabilitación de heridos en accidentes...? A ese dinero también habría que ponerle un radar.