Alguien cercano está viendo un partido de fútbol de máxima relevancia por televisión. En un lance, uno de los futbolistas rueda por el césped tras un encontronazo con un rival. Parece que le han golpeado fuerte en el rostro. Se organiza una tangana multitudinaria que, no sin problemas, consigue aplacar el árbitro. Repartidas las tarjetas de amonestación, el realizador repite la jugada: el futbolista que cae al suelo ha fingido de principio a fin. El tramposo ha engañado a todo el mundo, incluidos sus compañeros, que le han creído y han acudido en su defensa. “¡Qué asco de fútbol...!”, dice con una mezcla de rabia y decepción el joven aficionado. Pasó ayer noche.

Fingir, engañar, falsear, simular, son verbos de uso cotidiano en estos días. A la luz de los acontecimientos, ni nada es lo que parece ni nadie obra como predica. Al menos entre los personajes de relevancia pública, los líderes políticos, los empresarios de éxito fulgurante, los referentes mediáticos o los deportistas idolatrados. Nos hablan de la honradez, del buen comportamiento; enfatizan la importancia del trabajo, recomiendan ser constantes frente a la adversidad de estos tiempos; nos cuentan sus obras de caridad y nos venden sus historias que nada tienen que ver con sus vidas entre bambalinas. Hay millones de papeles que les desenmascaran.

Pero no es solo la trampa deportiva o la evasión fiscal lo que desmonta la mentira de estas gentes; es el comportamiento con las personas sin tierra y a quienes niegan refugio y acogida; es el despido masivo de trabajadores para cuadrar sus cuentas de beneficios; es el recorte de los servicios públicos mientras multiplican sus patrimonios privados; es su no a la guerra y su apoyo a la industria de las armas; es su denuncia de la violencia de los otros y el silencio de la violencia de los suyos; es su mirar a otro lado ante los desahucios mientras adquieren de formar irregular áticos, dúplex o apartamentos... Es el asco que lo invade todo.