Combatir las enfermedades, alargar la esperanza de vida y disfrutar de una vejez con relativa calidad ha sido una de las aspiraciones de las sociedades avanzadas y uno de los compromisos del estado de bienestar. Pasar de los ochenta años es ya muy frecuente y llegar a los cien resulta cada día menos extraordinario. Pero lo que era un reto que ponía a prueba las capacidades del ser humano ha derivado en un serio contratiempo administrativo. Los jubilados, los pensionistas, los ancianos, se han convertido en una preocupación desde que la pirámide de población comienza a adelgazar por la base -por los vaivenes económicos y por los nuevos usos sociales- y a ensancharse por la cúspide. Y el problema no es solo mantener solvente la hucha de las pensiones cuando los que cotizan no son muchos más que los perceptores.
Lo último tiene que ver con el copago de los medicamentos que consumen los pensionistas. La ministra de Sanidad lanzó el lunes la idea de cobrar las recetas en proporción a la cuantía de la pensión; establecer tramos y fijar un techo mínimo para la gratuidad. Porque el gasto público en este capítulo ronda los 9.000 millones de euros. Hay que medicarse para vivir más, pero ahora ese gasto contrae las arcas del Estado y altera el temple de los políticos, que no saben cómo cuadrar las cuentas con el ideario. Y está también el gasto en dependencia, la atención domiciliaria, la asistencia geriátrica, etcétera.
Hacerse viejo conlleva un trastorno para uno mismo y para los demás. Pero es un problema común e inaplazable, que acaba por alcanzar a todos. Solo que ahora, además de las estrecheces económicas -o como consecuencia de las mismas- aumenta el número de mayores de 80 años que viven solos, como subrayaba un reciente informe ceñido a Pamplona y su Comarca. Ancianos solitarios (en su mayoría mujeres), con exiguos recursos económicos, con problemas de movilidad y, como recuerdan las gacetillas de sucesos, convertidos también en víctimas propiciatorias de ladrones y estafadores. Parece que envejecer no va a ser tan grato como lo habíamos planeado. Ya lo advirtió con muy mala leche Christine Lagarde, directora del FMI, “Los ancianos viven demasiado y eso es un riesgo para la economía global. Tenemos que hacer algo”. ¿Hacer qué? ¿un país sin viejos?