Aquí vamos a hablar de Eurovisión. Vamos a hablar mucho hasta el 12 de mayo. Ese es el día señalado para que el fenómeno mediático Amaia Romero suba al escenario para interpretar esa canción que parece compuesta en la factoría de Disney. A mí no me gusta porque se me antoja ñoña y almibarada, pero no soy jurado ni programador de Los 40 Principales con lo que no pasa de ser una opinión, el gusto personal de alguien que en la música no fue más allá de tocar la bandurria. Pero hablaremos de Eurovisión porque, como decía Miguel Induráin, “vamos a estar ahí...”.

Eurovisión es ese certamen musical nacido en los años sesenta que lo mismo servía para justificar el progreso de la nación (española) cuando ganaba Massiel como para señalar a los países que conspiraban contra el régimen y nunca iban más allá de dar al representante hispano un punto. Esa malquerencia no terminó con el final de la dictadura sino que -como año tras año demostraba el especialista en el festival José Luis Uribarri- perduró en el tiempo. El periodista clavaba las votaciones con la fiabilidad de un matemático. Fue por esa tirria, y no por otra cosa, que artistas como Remedios Amaya, Lydia, Antonio Carbonell, Soraya o Manel Navarro ocuparan puestos de cola. Así es Eurovisión, un certamen que nadie recuerda por el ganador más reciente sino porque fue el trampolín a la fama de Abba. Algo es algo.

Pero si Amaia va a Eurovisión la cosa cambia. Conozco eurofans navarros (así se denominan los adictos al festival) que tenían hotel reservado en Lisboa desde hace un año y están como locos porque una paisana estará sobre ese escenario que veneran y al que peregrinan como a una catedral milenaria. Son gente capaz de aportar tantos datos sobre Eugent Bushpepa (que será el representante de Albania) como el periodista deportivo Maldini de la selección sub-16 de Bolivia. A ese nivel están. Eso es lo que nos viene encima.