las personas que tienen opinión sobre todos los temas generan la desconfianza de este atrevimiento continuo de quien considera su derroche mental digno de ser compartido. Callado, ni debajo del agua, que diría el otro. No cabe duda de que el desconocimiento suele hacer vulnerables nuestras opiniones, sostenidas así por palillos contra el viento, aunque también hay asuntos que no necesitan, sin embargo, mucha profundización -saber todo a veces no merece ni la pena- porque se trata de cuestiones muy pegadas a la piel, al sentido cabal que debe gobernar nuestra humanidad. Los tiempos van cambiado y de opinar con más o menos sustancia, se ha pasado a la provocación como sustento del argumento. No importa la chicha de lo que se diga, sino que se trata de soltarlo con la vehemencia suficiente para que salte como salivazo en la cara de otro y ya está. Ni es necesario soltar algo meridianamente creíble. Mejores son los argumentos huecos, pero que retumben.
Esto viene a cuento de la moda sonrojante de este nuevo género periodístico que se llama tertulia desmedida en la que cabe todo y cuánto más alto, mejor. Deseosos de ramificar nuestros egos por redes sociales, se nos han escurrido las ideas por tantos sitios que se sostienen mejor los bufidos que los relatos amables. Provoca, que algo queda. Qué difícil es remontar una gran faltada. El tono tertuliano, desgraciadamente, ha llegado a los dirigentes y actores de la cosa pública que, siguiendo la norma de lo que se estila, rajan con desmedido desconocimiento. “No sé de casi nada, ahí lanzo mi piedra, que ya caerá”, parece un plan de acción habitual, en el que no caben reparos porque ha quedado claro que no importa lo que salpique la piedra en su caída, nadie se siente manchado. Abochornados ante la falta de sonrojo. Así estamos, esperando a que llegue el más faltón de todos y con rostro de mármol suelte en cualquier foro una burrada. Será el ganador. Es la industria de la provocación.