Sobredosis de salvapatrias
sentimiento de satisfacción por los logros, capacidades o méritos propios. Así reza en su acepción primera la definición de orgullo de la Real Academia de la Lengua Española, lo que de facto descarta la concurrencia del azar. Y como el lugar de nacimiento responde a una casualidad, la mayor que sobrevendrá a un humano en toda su vida, carece de lógica proclamarse orgulloso de ostentar una nacionalidad determinada. Cosa distinta es reconocer la fortuna de haber sido alumbrado en Occidente y en concreto en esta latitud fronteriza de la península ibérica, pero no por los himnos y banderas que se nos adjudican, sino por la ventura de podernos desarrollar en un espacio civilizado donde se nos provee de alimento y de educación, así como de oportunidades, cierto que en un contexto de competencia máxima y con una cobertura pública dañada por efecto de los recortes sociales. La suerte de cuna que tuvimos como accidentes geográficos que somos nos la labraron en su parte alícuota nuestros mayores y antepasados por la sociedad que nos legaron merced a su esfuerzo y su sensatez, porque la patria la constituyen mucho antes sus gentes que sus símbolos. Por eso hay que desconfiar de quienes se envuelven en ellos atribuyéndoles poderes taumatúrgicos, como si obraran el prodigio del bienestar colectivo cuando a menudo se esgrimen con ánimo excluyente, como arma arrojadiza con la que alimentar el discurso maniqueo de buenos y malos sobre el que a su vez legitimar solo el gobierno de los míos con ese sentido patrimonial tan obsceno. El futuro radica en la integración de sensibilidades y de saberes concebidos como conocimiento más innovación, en la mezcla del compromiso fiscal para sostener los servicios públicos con la sublimación de los valores para consagrar derechos, en el fecundo diálogo en lugar de la estéril confrontación. Basta ya de maximalismos sobre los que cimentar retóricas destructivas del conmigo o contra mí, de dialécticas patibularias con argumentario de garrote. Los salvapatrias y sus trincheras ideológicas resultan incompatibles con la democracia genuina.