Esta vez ha sido el Supremo el que ha corrido al rescate de la banca. Aunque sea a costa de dar la vuelta al calcetín de sus propias decisiones, creando jurisprudencia del dónde dije digo, digo Diego, consolidando una vez más entre los ciudadanos esa sensación convertida en certeza de que la Justicia no es igual para todos o, por decirlo de una forma más suave, realiza diferentes lecturas según quiénes sean los sujetos concernidos. Porque esto de que un día son los bancos los que están obligados a pagar el coste de escriturar las hipotecas (con su acompañamiento de argumentos jurídicos a favor) y al día siguiente la carga impositiva recae sobre los compradores (con otra enumeración de artículos que la justifican), este lío que deja al ciudadanos desorientado y en estado de permanente sospecha solo tiene una solución salomónica: ¡anulen el impuesto!
Asistimos al segundo rescate bancario en pocos años. En el primero, el Estado se dejó en la gatera cerca de 43.000 millones de euros de los 56.000 que aportó para que el sistema no se viniera abajo (sistema que, por otro lado, sigue pagando indemnizaciones millonarias a sus altos ejecutivos cuando abandonan el cargo). Aquella intervención tuvo lugar en un momento en el que la crisis -provocada por un banco- hacía trizas la vida de miles de personas que debían abandonar sus casas al no poder hacer frente a hipotecas porque habían perdido el trabajo, no tenían quien les sacara del aprieto y las ayudas sociales no les alcanzaban por la imposición de severos recortes. Los bancos salieron a flote con el dinero de todos, no lo han devuelto y lo agradecen picoteando nuestros ahorros por operaciones como el mantenimiento de cartilla o por sobrecoste de sacar dinero en un cajero en otra comunidad.
La más reciente sentencia del Supremo -habrá que ver si es la última- exime a los bancos de pagar 640 millones de euros al año. O lo que es lo mismo, mientras el crédito de unos llega a las cotas más bajas, el interés de los otros no encuentra freno.