Ahora que el problema a atajar es la despoblación de las zonas rurales (vamos con 50 años de retraso), no está de más el observar el fenómeno inverso. Me refiero a los pueblos que vivían pegados a sus campos y que, primero, recibieron con expectación la implantación de una industria que dio un giro a sus labores tradicionales; la fábrica hizo de efecto llamada a familias que llegaban desde cualquier punto de la geografía; los bloques de pisos comenzaron a ocupar la tierra de labranza y a arrinconar a los viejos caserones; los coches se multiplicaron como cucarachas: llenaban calles, metían ruido circulando a todas horas y provocaban accidentes mortales; la expansión urbanística no se detuvo, generó más y más viviendas, más y más vecinos; las dotaciones de ocio se quedaban pequeñas, las tiendas de toda la vida cerraban ante la competencia de las cadenas de supermercados y las campanas de las iglesias enmudecieron porque molestaban; una segunda trinchera de polígonos industriales rodeó al pueblo, otra nueva oleada de gentes aportó el concepto de ciudad dormitorio, de repente tampoco había aulas en el colegio para tanto niño; el pueblo acabó por devorar administrativamente a los pequeños pueblos colindantes, que también tenían su cosecha de adosados y unifamiliares en los campos donde antes crecía el cereal y donde también enmudecieron tras denuncia las campanas de la iglesia; y como quedaba alguna esquina libre, acampó una empresa con malos humos, otra que vertía desperdicios al río convertido en ciénaga y ahora otra más para recoger las basuras de otros, que también son las basuras de sus miles de vecinos, de sus establecimientos especializados, de sus industrias, de sus contenedores de reciclaje... A esta letanía le llamamos desarrollo y es cierto que ha traído a algunos pueblos progreso y servicios impensados hace unos años. También a gentes empujadas a dejar sus pueblos desatendidos por las administraciones y luego vaciados. Un descarnado contraste.