En los gremios medievales lo tenían muy claro: aprendices, oficiales y maestros. Cada uno progresando hasta su nivel, el de su saber hacer.

Pero llegó la televisión y lo puso todo patas arriba: ¿para qué gastar dinero en mostrar las obras de maestros consagrados si podemos conseguir buenas audiencias con meros aprendices, poniéndolos a concursar entre ellos? De cocina, de canto, de moda, y seguro que alguno más que ni sé que existe. Y una vez elegido el tema, con todas las variantes posibles de concursantes: anónimos, famosos, niños?

Es el mundo al revés. Es invitar a la gente a que no vaya al Museo del Prado sino a otro que han abierto al lado con las obras de los aprendices de Goya, Velázquez y compañía. Y decirle además que es una pinacoteca mucho más entretenida.

Y es, sobre todo, un auténtico timo del cambiazo: en vez de ver y oír una actuación de los grandes músicos, te voy a poner a unos adolescentes (o poco más) que van a cantar (con música pregrabada) una canción de otro grande, y fíjate qué bien lo hacen. Como los de verdad. Y me voy a ahorrar también el caché de los grandes chefs y a poner a unos aspirantes a cocinero a hacer sus recetas; total, solo las van a probar los jueces.

Obviamente, todo esto no es una crítica a las teles, porque su trabajo es hacer programas exitosos y resulta que éstos lo son.

No, no va contra ellas; es un lamento por el deterioro de nuestros gustos, por esa manera en la que hemos renunciado voluntariamente a los productos de calidad y nos contentamos con marcas blancas. No, aún peor, con artistas, cocineros o modistas que aún no están hechos del todo. Aprendices ocupando el sitio de los maestros.

Y para autojustificarnos, qué menos que decir ante la tele algo parecido a esto: "Sí, ya sé que no es liebre, pero para ser gato no está nada mal". Buen provecho.