Después de escuchar los exabruptos e improperios que la derecha lleva soltando desde que Sánchez tiene amarrados los acuerdos que le convertirán el martes en presidente de pleno derecho, viene al pelo recordar cuál ha sido el punto de partida de esta complicada investidura.

El PP (88 diputados), Vox (52), Ciudadanos (10) y los palmeros de UPN (2) y Foro Asturias (1) suman 153 escaños de los 350 que componen el Congreso. Todas ellas son formaciones que desde el 10-N se han negado a posibilitar la elección del candidato del PSOE, a quien para más inri le pedían que tratara de formar gobierno sin contar con los nacionalismos catalán y vasco. Sabían que era una reclamación imposible, porque ERC (13), Junts per Cat (8), PNV (6), EH Bildu (5) y la CUP (2) tienen 34 votos, de los que al menos 27 son artitméticamente decisivos, por lo que simplemente se trataba de una pueril estrategia de desgaste.

¿Y qué ha hecho el PSOE? Pues explorar la única salida que existía -que además es la mejor de todas ellas- para evitar otras elecciones, y la que responde con más fidelidad a lo que votó la ciudadanía hace casi ya un par de meses.

No sin vencer algunas resistencias internas y muchas externas, Sánchez y su equipo han bajado a la arena y están a punto de formar el Gobierno con el perfil más progresista desde la II República. Y esto es lo que precisamente saca de sus casillas a la derecha, que tiene un peculiar sentido de la democracia. Básicamente consiste en repartir carnés de buenos y malos y en decir con quién se puede pactar y con quién no, como si los votos de unos partidos tuvieran más valor que los de otros. Como en Navarra esto ya lo hemos vivido hace décadas, es algo que la mayoría de la población tiene superado. De ahí que propuestas como las de Arrimadas, pidiendo a diputados del PSOE que boicoteen a su propio candidato en una añoranza del tamayismo más cañí, sean tan impresentables como ridículas.