La sospecha de que fuera un misil tierra-aire Tor, de fabricación rusa y empleado por Irán, el causante el miércoles del siniestro cerca de Teherán del Boeing 737 de las líneas aéreas de Ucrania en el que perecieron sus 176 ocupantes, ha sido expuesta públicamente y transformada en probabilidad tanto por el presidente de EEUU, Donald Trump, como por Justin Trudeau, su homólogo en Canadá, país al que pertenecían 63 de las víctimas. No es, según expertos en aviación civil, una mera elucubración, sino una de las causas probables del siniestro. Y que lo sea, que un avión comercial pueda haber sido alcanzado de nuevo por un misil, como ya sucediera en julio de 2014 con el de Malaysia Airlines que se estrelló (298 fallecidos) en Grabovo, Donetsk, a 40 kilómetros de la frontera entre Ucrania y Rusia en pleno conflicto bélico del Donbass, lleva a cuestionar la seguridad de un mundo que, como a principios del pasado siglo, convive con la guerra hasta el punto de banalizar el horror de la misma, en traslación exacta de la banalización del mal que Hannah Arendt empleó para definir la actuaciones de quienes actúan a las órdenes del sistema sin reflexionar sobre sus actos y las consecuencias de estos. Que el conflicto armado, bélico, perdure en Irak 17 años después del inicio de la guerra y casi una década después de que se diera por concluida esta; que la guerra de Siria siga en curso 9 años después de su estallido; que en Afganistán el conflicto sea ya perenne; que la guerra en Ucrania perdure -todavía hace solo unos días se acordaba el primer canje de prisioneros- tras más de un lustro; que la guerra en Libia tras la revolución contra Gadaffi sea hoy, también 9 años después, una indisimulada guerra civil alentada por agentes externos; o la continuidad de la de Sudan del Sur iniciada en 2013 o de la de Yemen (2015)... son ejemplos de esa nueva normalización de la guerra que, como apuntaba Arendt del mal, “puede reducir el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie”. Especialmente en este (des)orden internacional que es todo menos ajeno a los cambios en las relaciones de fuerza entre potencias y a la personalidad de quienes, también por la influencia de esos cambios, han accedido a su liderazgo porque, como también dijo Arendt, el sujeto ideal para los totalitarismos es aquel para quien la distinción entre lo verdadero y lo falso ya no existe.