Ourense, León, Zamora, Lleida, Tarragona, Cáceres, Carcastillo. Son solo algunas de las localizaciones calcinadas este año por las llamas, en un verano, otro más, de resultados trágicos en materia de incendios. En esa tesitura, surge nuevamente el debate sobre cómo afrontar una situación que, cambio climático mediante, se ha recrudecido en los últimos años por cuestiones de mera incidencia física y meteorológica, aparte de por un creciente abandono de la zona rural y sus actividades tradicionales. Cada vez son más habituales paisajes secos, proclives a arder, y con mayor severidad si cabe, lo que incrementa el riesgo de grandes incendios forestales, ya conocidos como de sexta generación.
No es que haya más incendios, porque se han reducido un 35% en número, hasta situarse en unos 10.000 incendios anuales en el Estado (equivalentes a una superficie de 100.000 campos de fútbol [cifra que este año se puede multiplicar hasta por cuatro]), según datos de WWF. Es que los que se generan, son más intensos, mucho más difíciles de combatir y calcinan mayor superficie. Hay que tener en cuenta que según apunta un reciente estudio del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), el número de días con riesgo extremo de incendios se ha duplicado en la cuenca mediterránea en los últimos 40 años y que ese riesgo ha llegado mucho más rápido que lo planteado por los modelos científicos, sin obviar que la mano humana está detrás del 95% de los fuegos o que el 55% de estos son provocados. Dadas las circunstancias, no conviene olvidar que las instituciones competentes en materia de extinción de incendios han invertido importantes cantidades en equipamientos y personal para luchar contra las llamas.
Sin embargo, las evidencias explican que es más lógico dedicar esfuerzos a la prevención que a la extinción, a limpiar e intervenir en los bosques para que el propio paisaje sea el mejor cortafuegos que en desplegar máquinas y personal cuando las llamas ya no tienen remedio. Según la Comisión Europea en 2022, los daños provocados por las llamas en el Estado tienen un coste equivalente al 4,5% del PIB, es decir, unos 71.600 millones. Es más, se estima que sofocar un fuego en el medio natural tiene un coste de 10.000 euros por hectárea, aparte de los daños personales, que esos son incuantificables. Parece evidente que es más barato y eficiente mantener equipos humanos y materiales para incidir en las masas forestales en invierno que sufrir las consecuencias de las llamas en verano.