Durante los cambios de ánimo que experimentamos estos días como consecuencia de la cuarentena, hay momentos en que advertimos aspectos positivos, modos de encarar la adversidad que permanecerán por fortuna entre nosotros, y otros instantes en que nos alegramos al saber que ciertas realidades anteriores al virus se marcharán con él.

Ahora, cuando leemos u oímos la noticia de todos esos turistas atrapados en destinos remotos, en países exóticos, que reclaman a las autoridades un medio de regresar, entendemos su situación, sus ansias de volver a casa, pero también nos damos cuenta de que hay algo absurdo en esas vacaciones de marzo, en esos viajes tan largos, algo superfluo y casi obsceno en nuestra manera de distraernos, algo frívolo y caprichoso en nuestro deseo de cruzar los océanos e irnos a otros continentes donde no se nos ha perdido nada.

De modo que, sí, yo creo que ésta será una de las primeras actividades lúdicas en desaparecer, o por lo menos en cuestionarse. Yo creo que, domesticado el bicho y superado el confinamiento, recuperada en definitiva la normalidad, le daremos muchas vueltas antes de tomar una decisión en ese sentido. Estoy seguro de que habrá una conciencia diferente en nosotros, nacida quizá en la era del coronavirus, que nos obligará a sopesar el plan, a compararlo con otras alternativas más sostenibles, a desecharlo en último término cuando por fin comprendamos que no nos hace falta algo así.

Puestos a imaginar lo que terminará, me gusta creer que, junto con ese turismo absurdo, se acabará también cierta forma de consumir productos y mercancías. Las imágenes que hemos visto estas semanas en los supermercados, el acaparamiento desaforado, el acopio innecesario, esa invasión estúpida de los puntos de suministro, harán que se nos quiten un poco las ganas de empujar el carro de la compra, o de hacerlo tan deprisa o tan a menudo, o, en cualquier caso, de llenarlo con ansiedad y a codazos de todos esos artículos que al final de nuestro encierro caducarán enseguida o quedarán olvidados mucho antes de su fecha, como muñecos de un niño que se hizo mayor de repente.

Hablando de urgencias y prioridades, rozando ya el asunto de la jerarquía de valores, es oportuno aportar claridad. Una de las lecciones que vamos a extraer de lo que estamos viviendo es la necesidad de distinguir entre destinatarios de ayudas e inversiones. De subsidios y subvenciones. Ahora que se expone el panorama económico que se abrirá después de la crisis, ahora que se debate acerca de los sectores y colectivos más vulnerables, es el momento de subrayar cuáles no lo son. Cuáles llevan décadas disfrutando de un estatus privilegiado. Cuáles son los que, paradójicamente, deberían sostener a otros en épocas de ruina, quiebras y destrucción de empleo como ésta. Cuáles, como el fútbol, como los futbolistas, deberían devolver a la sociedad parte de los recursos económicos, del dinero que han obtenido de ella a lo largo de muchos años sin que haya habido nunca una correspondencia real con lo generado en el desempeño de su trabajo.

Sí, el virus causará también ese efecto. Se llevará la idea de que ciertos fenómenos, hábitos o usos sociales son imprescindibles, de que no podemos existir sin ellos. Se llevará la idea de que ciertas formas de ocio o de negocio son intocables. Se llevará la idea, ridícula pero muy extendida, de que somos parecidos en gustos, hobbies y aficiones, y de que, por tanto, todos estamos de acuerdo en hacer la vista gorda, en perdonar las deudas, en condonar el pago de impuestos, en aprobar amnistías, en ignorar los excesos o en aceptar las prebendas de una serie de personas.

Hay una cosa más. Algo que ya era débil y tembloroso, y que el Covid-19 ha destruido para siempre. Me refiero a la confianza que teníamos en ciertas instituciones. Al margen de lo que vaya a ocurrir de verdad, de las decisiones oficiales que se tomen al respecto en el futuro, está claro lo que ya no hay. Lo que ya no existe. Lo que ha desaparecido. Lo que hemos expresado a cacerolazos. Ya no creemos en esta monarquía española. Ya no confiamos en esta familia real. No es nada político. Ni siquiera es una cuestión ideológica. No tiene nada que ver con la visión que pueda albergar cada uno de nosotros acerca de la organización de un país. Es un asunto más sencillo y más triste a la vez. Es la constatación, otra más, de que se ha roto ese vínculo que aún había entre esos individuos y la mayoría de la población. Ha surgido una desafección definitiva. Un distanciamiento irresoluble. Los escándalos de corrupción, las malversaciones de fondos, la frivolidad sin límites, las prácticas carentes de ética y de respeto hacia personas y animales han hecho que ya no sintamos aprecio por ellos ni requiramos su tutela. Su función representativa se ha agotado. Ya no nos sirve ni nos beneficia. El tiempo de todo eso, igual que en los demás casos mencionados en este artículo, ha concluido. Se lo llevó el coronavirus. Como cantaba Dylan hace mucho para transmitir uno de sus mensajes implícitos de cambio, It´s all over now, baby blue.